En el momento en el que me di cuenta de que estaba hablando con un pez martillo, me percaté de que todo era un sueño. Me costó ubicarme y salir del loco ensoñamiento. Arrastrándome por la cama, busqué el cuerpo de Vera, pero ésta ya no estaba allí.
Di la luz de la mesilla y observé que eran las 03:51 de la madrugada. Sentado en la cama, bostecé y estiré mis brazos hasta notar esa grata sensación después de que los huesos han crujido. Luna estaba tumbada en el pie de mi cama, me miraba con sus ojos entrecerrados.
Me lavé la cara y me vestí rápidamente. Tomé mi equipo fotográfico, un chubasquero y un brik de yogurt líquido de plátano. Despedí a Luna con una caricia en su lomo y bajé los dos pisos por las escaleras.
No llovía tanto como pensaba pero a medida que caminaba por las solitarias aceras, me di cuenta de que la llovizna calaba más de lo que, en principio, parecía. Pensé en Vera y me preocupé.
Miré mi reloj; las 04:22 am. La ciudad dormía y yo vagaba por las calles abatido, quizás porque en apenas cuatro horas, estaría surtiendo combustible en la gasolinera donde trabajo. A pesar de mi diplomatura en periodismo, llevo más de un año en una estación de servicio en la que me pagan una miseria pero, con un poco de suerte, todo cambiaría en poco tiempo.
Situado en una polvorienta galería, en lo más alto de una ruinosa fábrica abandonada, pude observar a los sonambulistas. Esta vez eran quince, dos más que el otro día. La tenue luz de las farolas de la calle se colaba por los amplios ventanales. Miré mi reloj; las 04:38 am. Extraje mi máquina fotográfica de la funda y me dispuse a tomar fotografías. Los quince artistas, formaban una hermosa figura floral que conseguían entremezclando sus brazos y piernas, con una flexibilidad sobrehumana. Yo no podía dejar de fotografiar esa hermosa estampa. Observaba con todo detalle los bellos y armoniosos movimientos coordinados, complicados ejercicios que parecían ser ejecutados por profesionales muy dados en aquel arte. Localicé a Vera y aumenté el zoom pudiendo ver su cabello mojado por la lluvia. Sin duda la más bella. Su pijama rosado y sus zapatillas de estar en casa no conseguían arrebatar ese glamour que le caracterizaba. Entonces, de repente, me empecé a sentir culpable, como casi todas las noches en las que fotografiaba. La imagen de aquel día en la clínica, me vino a la cabeza:
-Doctor, ¿como podemos combatir este trastorno?- Vera preguntó desesperada.
-Es complicado señorita Vera. Si me comentan que sus vecinos la vieron trepando por su patio interior como si se tratase de una funambulista, lo más seguro y preciso, será que cada noche, selle con seguridad las ventanas y la puerta de su casa.
-¿Eso es lo único que se le ocurre decirme?, ¿que me cierre cada noche en mi casa?-Vera se puso nerviosa y comenzó a llorar.
-Tranquilícese. Su grado de sonambulismo es muy alto y, hoy por hoy, no existe en la medicina nada capaz de paliar este trastorno. Quizás sea su pareja la que más le pueda ayudar. - El médico me miró como si yo tuviese la solución. Vera me tomó de la mano y, equivocadamente, confió en mí.
Cuantas más fotos disparaba, más arrepentido me encontraba. Pero de inmediato, me acordaba del olor a gasolina y entonces se esfumaba mi desánimo y enfocaba de nuevo con mi Reflex CX-01 una y otra vez intentando mejorar los planos. Quería dejar mi empleo y esta oportunidad, no podía desaprovecharla.
"Sonambulistas, los artistas durmientes", así denominaría a mi proyecto fotográfico. Un proyecto que me lanzaría hacia el siempre deseado mundo del periodismo y de la fotografía. Si todo sale como espero, Vera dejará de trabajar en ese horrible y sucio supermercado en el que su salario y horario son más que un desastre.
El número de sonambulistas creció hasta la veintena. Miré mi reloj; las 05:29 am. Estos comenzaron a ascender ágilmente subiéndose unos encima de otros. Formaban una pila con sus propios cuerpos hasta casi elevarse a la altura de la galería donde yo me encontraba. Las fotos me estaban quedando realmente bellas. Los artistas durmientes trepaban y seguían ascendiendo hasta que Vera, la más menuda de todos, escaló hasta la cúspide de este obelisco humano. Yo fotografiaba sin cesar, aquello era maravilloso. De repente, Vera se dejó caer desde lo más alto a la vez que se sujetó a una vieja cadena que emergía del techo de la vieja fábrica. Yo me sobresalté y grité, pero, cuando ví que Vera había empezado a balancearse agarrada a la cadena, continué disfrutando de aquel espectáculo sin dejar de fotografiarlo. Solo podía pensar que, en otra vida, Vera había trabajado en un circo; la soltura y la habilidad con las que actuaba eran realmente fabulosas y en ningún momento se veía indecisión alguna en sus arriesgados movimientos. El ruido de la oxidada cadena alteró el silencioso ambiente del lugar y la velocidad y destreza con la que Vera se columpiaba desde un extremo a otro de la fábrica, eran realmente sorprendentes. En uno de esos “vaivenes”, Vera soltó la cadena y cayó sobre el obelisco humano que permanecía a la espera de ese momento. Seguidamente los sonambulistas, con gran organización, empezaron a descender velozmente hasta que permanecieron todos en el suelo. Algunos de ellos se fueron del lugar, sin más, sin hablar. Otros quedaron allí, realizando volteretas y malabares con botellas de cristal. De repente, pude observar como Vera salía de la fábrica. Guardé mi cámara y fui a su encuentro.
Aún llovía y Vera caminaba por una angosta acera. A pesar de que la ciudad aún no había despertado y que el tráfico era casi inexistente, yo me mantenía cerca de ella, sin alejarme, velando porque no la ocurriera nada, pero sin llegar a irrumpir en su ángulo de visión. Si en ese momento Vera despertaba y se encontrara junto a mí, en esas calles, a esas horas y con ese mal tiempo, la situación se complicaría demasiado.
Miré mi reloj; las 06:03 am. Poseída por su sueño, Vera sacó una llave de algún lugar de su pijama y accedió a nuestro hogar. Seguidamente, entré yo. Lo hice de la manera más sigilosa. Colgué el chubasquero y me dispuse a cerrar la puerta con las llaves de seguridad. Lo intenté hacer con el mayor cuidado y sin hacer ruido pero de repente miré hacia el salón y Vera me observaba con cierto desconcierto.
-¿Por qué estoy totalmente empapada?- dijo nerviosa.
-Estoy comprobando que la puerta está bien cerrada. –dije yo, haciendo algo de tiempo para poder pensar algo.
-¡Pero Dios mío! ¿Por qué estoy así de mojada?- volvió a prenguntar desorientada.
-Tranquila cariño. Te has levantado, has ido al baño y te has duchado con el pijama. – dije improvisando. -Lo siento, yo dormía profundamente y no pude hacer nada. Cuando me he despertado ya era tarde.
La conmoción y el trastorno del momento, la habían cegado y mis ropajes, sorprendentemente, pasaron inadvertidos. Vera tapó su rostro con sus manos y comenzó a llorar. Yo aproveché y accedí rápidamente a mi habitación para ponerme el pijama. Luna estaba allí. Me maulló según atravesaba con gran equilibrio el estrecho radiador de mi habitación. Entonces yo la observé y no pude otra cosa que preguntarme:
-¿Estará dormida?
Para Bárbara,
por su vigésimo cumpleaños
Sonambulistas
Mentira Piadosa
-Hola, buenas tardes.
-¡No gracias, no me interesa!
Sin darme tiempo a decir nada, la puerta se cerró delante de mis narices.
Ser vendedor de libros es una tarea tan complicada como dura. Aguantar día tras día cientos de portazos de mal educados que ni siquiera te escuchan, es una ardua labor que no todo el mundo es capaz de soportar.
-Hola, buenas tardes.
-¡Ya tenemos teléfono gracias!
-No, si son libros.
-¿Libros?- Dijo un hombre de ancho bigote y camisa de hombreras que me examinó de arriba abajo.
-Si mire, tengo las mejores novedades y las.....
El hombre cerró la puerta sin decir nada, dejándome con la palabra en la boca.
Acabé odiando los pisos sin ascensor, las puertas con mirilla, el horrible pitido del telefonillo de cada portal, los ladridos de los perros hogareños, el olor a fritanga de vecinos que carecen de extractor, el reggaeton que sonaba en casas que nunca se abrían y los timbres con melodías tan largas como horteras.
-Espíritu, si estás aquí, manifiéstate.
-Javier, hijo mío, dinos algo.- Dijo Eusebio, un desmejorado hombre de rostro afligido.
-¡Haga el favor de callar!- La voz de la médium era solemne.
-Espíritu nuestro, te evoco y conjuro desde este, nuestro mundo terrenal.- La espiritista hablaba muy lentamente. -Desciende del mundo de los muertos y manifiéstate ante tu familia que, aquí presente, desea saber de ti en tu nueva vida.
Jacinta, su esposo, Eusebio y su hija, Esther, permanecían agarrados entre sí por sus manos, alrededor de la mesa, observando a la anciana que, pausadamente, hablaba con sus ojos cerrados.
-Espíritu, si estás aquí, háznoslo saber.
Evidentemente no todo en este trabajo era malo. Había momentos simpáticos y divertidos en los que las situaciones eran de lo más dispares. Una vez llamé a una casa en la que se estaba filmando una importante película para adultos de producción alemana. En esto que me abre una exuberante rubia sin apenas vestimenta y, creyendo equivocadamente que yo era el crítico de cine que estaban esperando, me indicó por gestos que accediera al apartamento. Yo, patidifuso, observé gran parte del rodaje hasta que apareció el verdadero hombre que estaban esperando:
-¡Verflucht Vollidiot!- No parecía nada bueno lo que un ancho alemán me gritaba.
-Espíritu, muéstrate ante nosotros, porque así lo queremos y deseamos con todas nuestras fuerzas.
-Esto no funcionará.- Eusebio volvió a interrumpir.
-¡Haga el favor, padre!- Esther dijo enfadada.
Eusebio secó sus húmedos ojos y, suspirando profundamente, volvió a agarrarse a su mujer e hija. La espiritista lanzó unos polvos sobre la mesa y dijo unas extrañas palabras en algún idioma, muy parecido al latín. De repente se levantó de su silla y, medio temblorosa, dijo:
- Me temo que somos pocos. Necesitamos más energía humana.
-¿Qué podemos hacer?- Dijo Jacinta.
Uno de esos días de fina lluvia de invierno, en los que sólo apetece estar en casa, ascendía por las escaleras de un antiguo piso para intentar vender la última novedad literaria en promoción: “El Gran Koala”. Este ejemplar no era difícil de vender puesto que, además de ser una novela entretenida y barata, con cada compra de ésta, regalábamos un pequeño libro de relatos de suspense.
Como siempre, más de un ochenta por ciento de los vecinos, o no me abrían o no me escuchaban. Tuve la suerte de vender un ejemplar a los del 4ºA, dos jóvenes americanos que estudiaban español. Seguí subiendo escaleras hasta llegar a la octava y última planta, donde me ocurrió algo que jamás olvidaré. Llamé a la última casa del bloque, el 8ºD.
-¿Esperamos a alguien?- Preguntó Esther.
-No. –Contestaron Jacinta y Eusebio al unísono.
El sonido del timbre hizo que la espiritista saliera del trance en el que se encontraba.
-Si la persona es de confianza, no nos vendría mal. Necesitamos más energía terrenal, sino, será complicado conectar. –Dijo la médium con uno de sus colgantes en la mano.
-Iré a ver quién es.- Dijo Jacinta saliendo rápido del salón.
Cuando Jacinta abrió la puerta, se encontró con un joven desconocido. Era rubio, alto y delgado. Tenía gafas y llevaba un maletín en su mano izquierda. Vestía bastante aparente, con una chaqueta americana de color verde y un pantalón negro. A simple vista, no parecía mala persona.
Me disponía a descender las ocho plantas del antiguo piso, cuando la puerta del 8ºD se abrió. Al otro lado una mujer ojerosa de unos sesenta años me miró con un rostro apenado. Vestía completamente de negro y llevaba un moño, como antiguamente gastaban las abuelas. Pude percibir un olor rancio que se incrementó a medida que me acercaba a ella.
-Buenas tardes. Mi nombre es Rodrigo y me gustaría ofrecerle el libro perfecto. Se trata de una novela titulada “El Gran Koala”, ¿la conoce?
La mujer negó con su cabeza sin decir nada. Ella me miraba como si estuviera ida, como si pensara en otra cosa.
-Si quiere le puedo comentar más sobre esta obra y, si usted se anima a comprarla, le regalo otro magnífico libro: una recopilación de historias de suspense. ¿Cómo lo ve?
La mujer seguía sin hablar y con la mirada perdida. Yo empecé a ponerme nervioso.
-Lo siento señora, igual es que, claro.., no le he preguntado; no le gusta leer, es eso, ¿verdad?
En ese momento quería desaparecer de allí. La mujer tenía toda la pinta de estar completamente loca, e intentar venderla una novela no tenía sentido alguno.
-Siento haberla molestado señora, que la vaya bien.-Dije girándome para bajar por las escaleras.
Inesperadamente, bajando el cuarto escalón, la mujer me habló:
-Espera un momento joven.
-¿Por qué tarda tanto madre?-Dijo Esther a su padre.
- No lo sé hija, esta mujer es así, me está poniendo enfermo.
El padre y la hija estaban nerviosos. La médium, al contrario, permanecía aparentemente relajada pero sin perder la concentración.
-Iré a buscarla.- Dijo Eusebio levantándose de su silla, sin poder aguantar más.
En ese momento se abrió la puerta del salón.
-Perdonad el retraso, mi sobrino Bernardo tuvo que ir baño. –Dijo Jacinta junto a un joven al que nadie conocía.
Cuando entré en el salón, junto a la tal Jacinta, quedé completamente aterrado. Una mesa redonda iluminada con una lámpara cuya luz era tan débil como la anciana que la presidía, hizo que un escalofrío recorriera gran parte de mi cuerpo. Por las indicaciones previas que me hizo Jacinta, observé a Esther, su hija, y a su deprimido esposo, Eusebio. Sentía pánico por la situación con la que repentinamente me había topado y no tenía claro si saldría sano y salvo de esa casa de locos. Únicamente confiaba en que Jacinta cumpliera con su palabra.
-Reanudemos la sesión- dijo la anciana mientras se mojó sus dedos con un líquido oscuro.
Me senté entre Esther y Eusebio. Fui sorprendido cuando ambos me tomaron por mis manos. La anciana, con sus ojos entornados, comenzó a realizar extraños sonidos guturales. Yo observé el panorama y no podía creerme donde me encontraba. Dios mío, ¿dónde me he metido?, pensaba; están todos como cabras.
-Espíritu nuestro, te evoco y conjuro desde este, nuestro mundo terrenal.- La médium daba verdadero miedo. Su voz no parecía del todo real y su cuerpo se balanceaba ligeramente hacia delante y detrás según hablaba. Empecé a notar el sudor de mis manos agarradas a las de los extraños personajes que me rodeaban. A pesar de que mi olfato se había acostumbrado al olor añejo de la vieja casa, de vez en cuando, bocanadas agrias impactaban contra mis fosas nasales provocándome náuseas.
-Espíritu, si estás aquí, manifiéstate. – La anciana seguía con sus llamamientos. Había entrado en una especie de trance en el que su cuerpo y voz vibraban de forma sobrehumana.
Me fijé en Eusebio. Por su apenado rostro, unas tímidas lágrimas se desprendían desembocando en su barbilla. Él no sabía si cerrar o abrir sus ojos, estaba poseído por el ansia de querer contactar con su hijo Javier a toda costa.
-¡Espíritu, únete a nosotros porque así te lo pedimos y deseamos con todas nuestras fuerzas!- La médium insistía.
De repente, Jacinta me miró. Parecía que había llegado el momento. Jacinta se levantó y fue hacia una de las oscuras esquinas del salón.
-Ohh, ¡Dios mío!- Gritaba.
La espiritista salió de su trance. Eusebio y Esther se levantaron de la silla asustados, sin saber que estaba ocurriendo.
-¿Qué te pasa madre?- Dijo Esther acercándose a ella.
-¿Es que no ves a tu hermano querida? – dijo Jacinta entre sollozos.
Eusebio lloraba y se echaba las manos sobre la cabeza:
-¡Ohh Dios mío, y encima mi mujer se vuelve loca!
-Madre, tranquilícese, se lo está imaginando.
Jacinta acariciaba suavemente al aire y yo decidí que había llegado mi momento:
-Estáis ciegos, ¿No veis que lo está acariciando? – dije yo acercándome al surrealista escenario.
-¿Cómo?- Esther me miró sorprendida.
-Nadie puede negar que aquí hay un joven sentado. -Con aparente calma, señalé la silla vacía.
Eusebio se acercó moviendo su cabeza de lado a lado, intentando poder ver que es lo que estaba acariciando su esposa.
-Su señora lo está acariciando en este mismo instante. – Dije intentando ser lo más natural posible.
Seguidamente, la Médium pronunció unas valiosas palabras:
-A veces no todo el mundo puede percibir lo que nos rodea. Déjenme decirles que yo tampoco estoy percibiendo a vuestro querido Javier, pero respetemos a las personas que están teniendo esa fortuna y aprovechemos el momento.
-¡Pero si éste ni si quiera es nuestro primo Bernardo!- dijo Esther mirándome despectivamente.
-Lo sabía desde el instante en que llamó al timbre intentando vendernos algo.- Dijo la Médium presumiendo de su don.
Maldita vieja, ¿cómo ha podido saberlo?, pensé yo.
-Javier nos está hablando.- Dijo Jacinta
-¿De verdad? - Eusebio preguntó emocionado.
-Habla muy bajo.- dije yo.
-Si, guardad silencio, por favor.- Jacinta ordenó.
Eusebio se colocó de rodillas en frente de la silla vacía:
-¿Qué dice mi Javier? – dijo éste entre lágrimas.
-Dice que está harto de tus llantos.
-¿Cómo?
-Pues eso, me está diciendo que no quiere verte llorar, que cada lágrima que derramas es similar a un latigazo en su espalda.- Jacinta miraba a la silla vacía, parecía una auténtica actriz.
-Dios mío, ¡no lloraré jamás!- Eusebio se secó sus lágrimas con la manga de su jersey.
-También dice que él sería feliz de no ser que cada día nos ve mal. Dice que su nuevo mundo es maravillo y que lo único que lo atormenta son nuestros llantos y plegarias.
-A partir de ahora todo será diferente. – dijo Eusebio.
-Dice que se tiene que ir. Nos manda besos y nos repite que, por su bien, seamos muy felices.
-Adiós hijo mío, no lo dudes, seremos felices sabiendo que tu estás bien. – dijo Eusebio con una sonrisa que me emocionó.
Jacinta y Eusebio se fundieron en un abrazo mientras que Esther y la Médium me observaban sospechosamente.
-Muchas gracias.- Jacinta me hablaba sigilosamente en el recibidor de la casa.
El antiguo joyero no podía cerrarse por la cantidad de alhajas y sortijas de toda una vida.
-Toma, esto te pertenece.- me dijo sin subir el volumen, mirando hacia la puerta del salón por si venía alguien.
-No lo puedo aceptar.
-¿Por qué?- dijo extrañada.
-Con la sonrisa de su esposo he tenido más que suficiente. – le dije cogiéndola de los hombros.
-No se como agradecérselo.- Me dijo con la voz entrecortada.
-No se preocupe. Sean muy felices. –Le dije mientras salía de la casa.
-Muchas gracias.- Ella sonreía.
Justo antes de cerrarse la puerta, me volví:
-Un momento, ¿no querrá un ejemplar de la novela, "El Gran Koala"?.
-No gracias, no nos gusta leer.
Mouggê da Bruxas
Detrás de esa vieja piel repleta de arrugas, un misterioso rostro se escondía sin expresión alguna. De nariz aguileña y barbilla picuda, me observaba a través de unos pequeños ojos amarillentos que me desconcertaban continuamente. Las canas se habían apoderado de su larga cabellera y su vestido negro guardaba cierta relación con el peculiar gorro que sostenía sobre sus rodillas.
-¡Viajeros al tren!
Aún viajando en uno de los compartimientos del último vagón, la potente voz del maquinista me sobresaltó. La noche y el frío se habían aliado e hice uso de una de las mantas de lana de oveja que llevaba en mi maleta.
La extraña anciana permanecía frente a mí sin apenas moverse. Sus párpados se fueron cerrando poco a poco y sus minúsculos ojos me fueron perdiendo de vista. Yo entonces, aproveché para observarla con más detenimiento.
Sus manos eran bastas, con tantas o más arrugas que su rostro. De su cuello colgaba una cadena con una pequeña calavera y sus numerosos anillos plateados mostraban desconocidos símbolos y motivos que nunca antes había visto.
De repente el tren frenó bruscamente y la mujer abrió sus ojos dándose cuenta de que yo estaba observando sus peculiares zapatos negros con símbolos norteños. Habíamos llegado a la estación de Hittech y el frenazo había hecho que una escoba cayera al suelo desde la repisa superior, donde iba el equipaje. La vieja, cojeando pronunciadamente, se levantó torpemente de su sitio, tomó la escoba y la volvió a colocar junto a su pequeño bulto.
-Buenas noches.-
La puerta del compartimiento se abrió bruscamente y tuve que incorporarme para poder ver a un pequeño hombrecito de menos de medio metro.
-Hola- dije yo sorprendido.
El extraño viajero tenía un sombrero de tamaño similar al de un cuenco, su piel era bastante blanca y su ropa era de tonos azulados. El pequeño hombre me miró con cierto desprecio y fue a sentarse al lado de la mujer que tenía de frente.
-Déjeme que le ayude.- Por fin la mujer abrió la boca. Su voz era más bien grave y parecía algo fatigada.
-No se preocupe.- Dijo este hombre que, rechazando la ayuda mostrada para poder ser alzado hasta el asiento, dio un ágil brinco sentándose en el banco.
-¡Viajeros al tren!
De nuevo el tren se puso en movimiento y las luces de las antorchas de Hittech se perdieron entre el denso follaje del bosque.
Siempre había oído que el norte de la región de Uttos era un lugar diferente, en el que los habitantes se caracterizaban por ser cerrados y poco amigables. La prueba la tenía en frente de mí. La bruja y el enano conversaban sin parar entre sí, sin darme la oportunidad de poder participar en una discusión en la que poco podía aportar:
-Mira pequeño, las ranas, a la larga, siempre son menos eficaces.
-Depende de para que. Tengo una amiga en Mouggê que las rocía de babas de unicornio. La mejoría es considerable.
-Lo mejor son las salamandras rojas. Por sí mismas, enriquecen las pócimas mucho mejor.
-¿Las salamandras rojas?, prefiero mil veces los ciempiés cojos.
-Si, pues tú me dirás de dónde sacas ciempiés cojos por esta zona. Veo que no tienes ni idea, además, ¿yo qué hago hablando de brujería con un simple enano?, ¡si vosotros no sabéis hacer nada!
-¿Que no sabemos hacer nada?
La chispa había saltado y la tensión crecía hasta el punto de que ambos elevaron sus tonos de una manera preocupante. La voz del enano era aguda y sus cejas se movían con rapidez a la vez que hablaba.
-¿Vais a Mouggê? - pregunté aprovechando que estas dos criaturas habían dejado de discutir por un momento.
-Si, yo voy a Mouggê da Bruxas, pero creo que no es asunto tuyo- Dijo la bruja rascándose la cabeza y mirándome misteriosamente.
Era evidente que mis cuernos y mi largo rabo no me ayudaban mucho en la situación.
-No creo que tu vayas a Mouggê da Bruxas. - dijo el enano señalándome.
-Si, voy allí. -dije algo avergonzado.
La bruja y el enano explotaron con una gran carcajada.
-¿Le has oído vieja?...jaja..- el enano no podía parar de reír.
La risa de la bruja afeaba más a esta, que por momentos, tosía tanto que tuvo que ponerse de pie.
-¡No me llames vieja maldito chinche!- la bruja volvió a enfadarse con el enano.
-¡Maldita bruja, te llamo lo que eres! - el enano estaba enfurecido y le plantó cara.
Por un instante ambos perdieron los nervios y se olvidaron de mi presencia. Las grandes risas a mi costa se esfumaron y la trifulca se alargó hasta que el tren pasó por el pueblo de "Lusiersius". En ese momento, miles de brillantes luciérnagas, volaron alrededor de nuestro tren formando un bello túnel de un intenso brillo, que sirvió para que la bruja y el enano olvidaran su discusión.
Cuando dejamos atrás Lusiersius, la claridad desapareció del vagón respirándose de nuevo ese reconfortable ambiente creado por la tenue iluminación de la luna llena.
Dormí durante un largo tiempo, tanto que pude disfrutar de varios sueños, algo habitual en mí. El sonido del tren me relajaba y la manta de oveja sobre mí hacía que me sintiera muy a gusto. Mis compañeros de viaje habían dejado de hablar y también descansaban en sueños o, por lo menos, eso creía, hasta que abrí mis ojos. Enseguida los entrecerré observando inmóvil la espantosa escena:
Los primeros rayos del sol entraban en el vagón como focos en un escenario, iluminando a una bruja que yacía con los ojos abiertos y en blanco. Colgado de su cuello, el enano succionaba la sangre de la anciana y yo aterrorizado observaba con mis ojos entornados, casi cerrados del todo.
No era un enano, como yo creía; se trataba de un "Sangrunch", una variante del "Vampiro Criputense", muy parecido a los sangrientos y casi desaparecidos "Elfos Mortajos". Lo leí años atrás, en uno de los antiguos libros que estaban en la biblioteca casera de mi tía Cresfa. Los Sangrunch actuaban poseyendo cuerpos de otras criaturas para así poder actuar sin sospechas y alimentarse de la sangre de las Brujas, su presa favorita.
El Sangrunch con forma de enano saltó y trepó hasta la repisa donde estaba la escoba de la bruja. Desde lo alto se dejó caer agarrado al tirador de la ventana y, con su propio peso, deslizó el cristal hasta abrir la misma completamente. De nuevo trepó hasta la repisa y tomó la escoba. Me miró sonriéndome, me mostró sus afilados colmillos y, poniendo la escoba entre sus piernas, se lanzó a través de la ventana, volando velozmente.
No sabía muy bien lo que hacer. Faltaba muy poco para llegar a Mouggê da Bruxas y la anciana muerta continuaba en frente de mí. Desde que el Sangrunch la asesinara, yo había permanecido en mi sitio sin saber como reaccionar.
Un gigantesco hombre de más de dos metros entró en el compartimiento y yo, sobresaltado, me asusté.
-Buenos días.- Su voz era grave y potente.-Sus billetes por favor.- Se trataba del revisor.
Yo, nervioso, saqué el billete de mi bolso de equipaje y se lo entregué. Este lo miró sin mucho interés y me lo devolvió después de morderlo con una de sus muelas.
-¿Se encuentra bien señora?- El revisor se acercó a la bruja que descansaba en paz con sus ojos en blanco.
-¡Guardias!- El revisor gritó con fuerza. En muy poco tiempo dos horribles seres corpulentos aparecieron en el compartimiento y, sin ningún tipo de interrogatorio previo, me cogieron bruscamente por los hombros y me llevaron a otro vagón, donde me cerraron bajo llave en un pequeño compartimiento sin ventanas ni luz alguna.
Faltaba poco para llegar a Mouggê da Bruxas pero en la oscuridad de ese vagón, el corto trayecto se me hizo interminable. Estaba nervioso y asustado. Sabía que todo se pondría en mi contra y que me sería muy difícil demostrar que yo no era el asesino de la bruja.
-¡Fin del trayecto!- Ahora la voz del maquinista se oía más lejos que nunca.
La puerta del compartimiento se abrió y allí estaban de nuevo los dos guardianes.
-Vamos, espabila demonio.- Dijo uno de ellos.
-Yo no he hecho nada.- Dije yo atemorizado.
-Eso se lo explicas a la justicia.- Contestó el otro guardián a la vez que me cogió de uno de mis brazos.
Me transportaron en el interior de un carromato, tirado por dos feos caballos, a una celda que se situaba en el centro del pueblo de Mouggê da Bruxas. Tenía miedo y mis lágrimas y gritos de inocencia no cesaban mientras que, sin querer, observaba las calles, las casas y la gente de Mouggê.
Las brujas caminaban por las calles con los mismos ropajes oscuros y gorros que tenía la bruja asesinada. Desde mi incómoda postura en la que me movía como una marioneta al ritmo de los corceles, pude observar las casas de piedra de Mouggê, la mayoría de ellas tenían retamas y pequeños árboles en sus tejados, lo que permitía que vivieran los “Bisugus”, simbióticos seres de diminutas dimensiones relacionados con la familia de los “gnomos comunes”; esto también lo había leído. Algunas de las brujas ascendían hacia el cielo sobre sus escobas, otras caían como auténticos gatos desde lo más alto. La esencia de azafrán mezclada con el olor de las frutas del bosque de Mouggê se colaron por mi nariz casi hipnotizándome. Pero todo se oscurecía y se transformaba cuando a mi cabeza acudía el reciente recuerdo del sangrunch chupando la sangre del cuello de la mujer.
Pasé dos días en la cárcel de Mouggê esperando a que me enjuiciaran. Sin duda, fueron los peores de mi vida. Los guardianes me trataron muy mal y me pisaban el rabo riéndose continuamente de mí. La comida era nefasta y siempre la aliñaban con pequeños insectos que se movían haciéndome vomitar. Compartí techo con las más terribles y maliciosas criaturas que había visto jamás: trolls, ogros, ninfas negras, orcos…, fue un calvario en el que los dos días se me hicieron tan largos como meses.
Cuando llegó el día del juicio, la plaza de Mouggê estaba repleta de seres que habían venido desde muchos puntos de la comarca, pero sobre todo había brujas, muchas brujas.
Los altos gorros negros y picudos me impactaron cuando me encontré en el centro de la plaza. A mi alrededor, las enlutadas brujas me miraban con sus ojos amarillentos. Yo, aterrorizado, permanecía sobre una tarima de madera, junto a una hoguera lista para encenderse y un travesaño en vertical clavado en el medio de ésta. Yo estaba amarrado por una mandrágora, que con vida propia, me oprimía cada vez más las muñecas.
-Señor Peopertonic.- Un hombre con varios brazos se dirigió a mí mientras las brujas pedían silencio ante el murmullo.
Yo le miré con cara de circunstancias sin decir nada.
-Es usted el único sospechoso del asesinato ocurrido en el tren que se dirigía a Mouggê de Bruxas.
-Yo no la maté, fue un sangrunch. –Dije nervioso al extraño ser que dirigía el juicio.
Un murmullo general se apoderó de la plaza de Mouggê.
-¿Y donde está ese sangruch que dice, señor Peopertonic?-preguntó el juez moviendo sus numerosos brazos lentamente de arriba abajo.
-Escapó volando por la ventana del vagón con la escoba de la bruja.- dije con decisión.
De nuevo se produjo un murmullo general.
-¡Silencio por favor!.- Gritó uno de los guardianes.
-Señor Peopertonic. – El juez hablaba pausadamente. –Es ridículo pensar que los sangrunch vuelan con escobas de brujas y además, de todos es sabido que, afortunadamente, no quedan sangrunch por estas tierras.
Yo me sentía mal, no sabía qué hacer ni qué decir. Todo estaba en mi contra pero volví a intentarlo.
-Si yo fui el asesino, entonces ¿por qué no escapé? – pregunté al juez.
-Si usted no fue el asesino, entonces ¿por qué no avisó a los guardias?- el juez contestó rápido, como si supiera lo que iba a preguntar.
-No lo sé.- Dije llorando.
-¿A que se debe su visita por estos lejano lugares? ¿Por qué eligió viajar hasta Mouggê da Bruxas?
-Quería huir de mi tierra. No me gusta mi forma de vivir y sólo quería descubrir nuevos horizontes. –Mi llanto crecía y me sentía como un niño pequeño.
-Señor Peopertonic, los demonios no están bien vistos por estas tierras. Sus palabras, a mi juicio, son claras calumnias de un habitante del infierno y creo que ha llegado la hora de que el jurado popular ratifique mi fallo.
-Pero señor juez, no todos los demonios somos iguales.-dije yo desesperado.
-¿Culpable a la hoguera? ¡Escobas arriba! – el juez gritó fuertemente en el medio de la plaza de Mouggê.
Cientos de escobas se alzaron alrededor de mí. Algunas de las brujas reían y otras permanecían impasibles, pero todas coincidían con sus escobas alzadas.
-¡Matadlo ya! ¡Acabad con él! ¡Que se queme en el infierno!- Los asistentes se alteraban.
-Yo, Felixhín Atroz, Juez Mayor de Mouggê da Bruxas, declaro al demonio Peopertonic, culpable.- El juez hizo una señal con la mano a un hombre al que las brujas le abrieron el paso. Los asistentes empezaron a gritar de júbilo a la vez que yo lloraba sin ninguna esperanza de sobrevivir.
Una especie de elfo sin nariz se aproximó a la hoguera. Éste, con una correa metálica, llevaba un ser que identifiqué como un “Fosfodrum”, de la familia de los dragones albinos. Los guardianes me empujaron hasta la hoguera y la mandrágora hizo el resto, atándome en el travesaño que salía de la pira.
-¡No por favor, soy inocente!- gritaba yo en balde, pues el griterío de los asistentes crecía cada vez más.
El hombre sin nariz dijo algo a su Fosfodrum, alguna palabra que no llegué a entender. El Fosfodrum movió su garganta y escupió una bola de fuego que cayó en la hoguera, justo donde yo me encontraba.
-¡Nooo!- El fuego comenzó a quemar mis pies y mi rabo.
La hoguera tomaba fuerza y yo observaba las arrugadas y emocionadas caras de las brujas, escuchaba los cantos y gritos de victoria que cada vez sonaban más lejos.
El fuego se apoderó de mi cuerpo y, de repente, abandoné Mouggê da Bruxas encontrándome en un lugar que me resultaba muy familiar. Estaba rodeado por cataratas de lava, ríos de fuego y nubes de sangre. Al fondo, detrás de un árbol muerto, estaba mi hermana:
-Pero Peopertonic, esta vez sólo has aguantado una semana fuera, ¿que te ha pasado?
-No quiero ser un demonio.-Dije entre lágrimas.
- Peopertonic, sabes que eso es imposible. Nuestro lugar siempre será el infierno.