Siempre que podía me pasaba por la casa de los señores Stone. Me apreciaban de toda la vida y a mí me gustaba bastante charlar con ellos, en especial con el señor Eduard Stone. Me parecía una persona muy interesante, inteligente y muy simpática. Rara vez nos quedábamos sin tema de conversación, y sus historias eran de lo más divertidas y pintorescas.
Junto con mi caña de pescar de fibra de carbono "Mitchell 3100" y mi bocata de Nocilla, casi todas las tardes de la primavera las pasaba a orillas de Río Greich.
Cuando regresaba hacia mi casa y, si la jornada de pesca se me daba bien, no dudaba en acercarme a la casa de los Stone para obsequiarles con alguna de mis piezas capturadas.
Elisabeth Stone me recibía siempre con los brazos abiertos y agradecía mis "ofrendas fluviales" con un exagerado entusiasmo, como si nunca se lo esperara, como si nunca se acostumbrara a oír el timbre a las 20:00h de casi todos los días de la primavera. A esa hora, Eduard acostumbraba a tocar el piano mientras Ernesto cenaba sin prestar la más mínima atención a las melodías de Beethoven, Bach y compañía, que Eduard interpretaba enérgicamente.
Ernesto y yo no nos llevábamos del todo bien. Nunca existió ese sentimiento que yo tanto buscaba y no llegaba a conseguir. Yo hacía todo lo posible por aparentar una buena relación con Ernesto. Si éste hacía una gracia, yo me reía a carcajadas junto al señor y la señora Stone; si le tenía que soltar media docena de piropos, pues me deshacía en elogios hacia él.
Ernesto, con sus 6 años, estaba mimado en todos los aspectos. Es una de las cosas que nunca llegué a comprender: cómo el señor y la señora Stone no habían sido nunca capaces de educarlo.
Campaba por la casa como si fuera el rey, sin hacer caso de lo que se le decía, desconociendo el término "castigo" y sin apenas ser regañado por las diarias travesuras y manías excéntricas que tanto me sacaban de quicio en el fondo de mi persona.
Las piezas que pescaba en el río Greich las dejaba en la cocina de los Stone. Las metíamos en un viejo frigorífico de los que hacen ese inaguantable y constante ruido de fondo.
Ernesto siempre me seguía por la casa; era algo superior a mis fuerzas. Me miraba serio y desafiante mientras que yo, por el contrario, le sonreía y le decía alguna monería para que Elisabeth no sospechara del odio que yo le profesaba. Ella, generalmente y, animada por mi hipocresía, cogía a Ernesto por lo alto, zarandeándolo y dándole besos mientras se lo comía con sus típicas frases cursis que tanta vergüenza ajena me daban.
Ernesto se sentaba sobre la lavadora. Era una de sus manías favoritas. Cuando la lavadora entraba en funcionamiento, éste se sentaba sobre ella y se quedaba en trance, pensativo y con una mirada totalmente inexpresiva. Le gustaba ese ligero, vibrante y rítmico movimiento de la lavadora cuando estaba en funcionamiento. Se relajaba y su mirada se transformaba. Miraba a un punto fijo y todo lo que estaba alrededor le daba igual.
Los señores Stone, no decían nada al respecto, lo veían de lo más normal del mundo. Yo nunca lo pude entender.
La primavera llegaba a su fin, al igual que el poco agua que quedaba en el río Greich. Debía aprovechar los últimos días de pesca de la temporada, así que, un día, decidí prolongar la jornada hasta el anochecer.
Este día fue el mejor, tuve mucha suerte. Fueron muchas horas en el río y muchas las capturas. Ocho truchas, doce barbos y tres bogas. Además se me escaparon otras tres truchas, por lo menos.
De regreso a casa, calculaba el número de peces que les daría a la señora Elizabeth y al señor Eduard.
Según me disponía a llamar al timbre de la casa de los Stone, ya me estaba imaginando la reacción de la señora Elizabeth abriéndome la puerta y emocionándose más que nunca al contemplar el número elevado de piezas que esta vez les iba a regalar.
Cuando se abrió la puerta, salió Elizabeth llorando desconsoladamente. Sin más, y entre llantos, me dijo que Ernesto había desaparecido, que no sabían dónde estaba y que llevaban 2 días buscándole. Yo me quedé de piedra; no lo podía creer.
Eduard apareció con los ojos brillantes y una pena en su cara que jamás había visto en nadie.
Me dijeron que volviera otro día, que no tenían ganas de nada. Mis peces muertos y yo nos fuimos a casa con el trauma de la mala noticia.
Ernesto había desaparecido sin dejar rastro. No se sabía nada oficialmente, todo eran hipótesis.
Dos meses después todo seguía igual. Los señores Stone, acabaron perdiendo la esperanza. Nada más podían hacer; sólo pedían a dios cada noche que "quien se hubiera llevado a Ernesto, no le hiciera daño".
A partir de entonces mis visitas a casa de los Stone fueron más esporádicas. La tristeza reinaba en la casa y el piano del señor Eduard ya no sonaba.
La primavera siguiente seguí con mi rutina de la pesca. Un día que iba hacia mi casa vi a Leo, un amigo de toda la vida que había estado mucho tiempo en el extranjero y ahora había regresado. Leo me llamó y me dijo que entrara en su casa, que había encontrado algo que quería enseñarme.
Yo le seguí por el interior de su casa y él se empezaba a poner nervioso al no encontrar aquello que me quería enseñar. Le seguí habitación por habitación hasta que llegamos a la cocina y me dijo:
-Aquí está!, llevo cuatro días con él y parece que lleva años a mi lado, me encanta.
Cuando lo vi se me cayó la caña de pescar al suelo. Sobre la lavadora en funcionamiento, con la vista clavada en un punto fijo, todo lo que estaba alrededor le daba igual: allí estaba Ernesto.
-Leo!!, éste es Ernesto!.
-Perdona, pero a mi gato le pondré el nombre que yo quiera.
Por Miguel González Aranda (Enero 2008)
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